Roberto Gargarella | Constitucionalista y sociológo
Un juez de ejecución penal de La Plata, de modo injustificado, concedió el beneficio de la libertad asistida a un recluso, que terminó provocando la muerte de una menor, de 12 años. El asunto es tan doloroso que la mera pretensión de llevar a cabo una reflexión crítica ya genera sospechas, por lo cual, antes de desarrollar mi argumento, quisiera aventar posibles malentendidos.
Ante todo, es obvio que estamos, como tantas veces, frente a un crimen horrendo que merece el máximo repudio colectivo. Del mismo modo, resulta claro que el asesino debe ser seriamente reprochado por lo que hizo y que el juez que concedió irresponsablemente privilegios indebidos al reo amerita también nuestra condena. Más todavía, corresponde decir -contra cierto sentido común de la época-que la miseria no libera a nadie de su responsabilidad criminal ni la injusticia social convierte en justa atrocidad alguna. Finalmente, quisiera dejar a salvo de mis comentarios siguientes a las víctimas directas e indirectas de este tipo de crímenes, que requieren de todos nosotros compasión y solidaridad incondicionales.
Aclarado esto, debo decir también que en todo el ejercicio colectivo que ha rodeado este crimen puede advertirse una habitual mezcla de desdén, hipocresía y cinismo que arroja dudas sobre la existencia de algún compromiso serio frente a la violencia extendida. Sabemos bien que convirtiendo las cárceles en "escuelas del crimen" sólo obtenemos como resultado un recrudecimiento de los problemas que luego denunciamos. Sabemos bien que arrojando más gente a la cárcel no reducimos en absoluto la criminalidad, sino que la reproducimos. Sabemos bien que
las respuestas extremistas que reclamamos frente al crimen no se correlacionan con menores índices de delincuencia ni con delitos menos graves (más bien lo contrario).
Permítanme apoyar lo dicho con algunas cifras. La historia más cotidiana del crimen hoy en la Argentina tiene el siguiente desarrollo:
se produce una falta grave, cometida por una persona que ha vivido una vida miserable (más del 70% de los varones detenidos proviene de entornos con antecedentes delictivos; casi el 80% no ha completado la secundaria; una buena porción de ellos no contaba con trabajo al momento de cometer el delito).
Son excepcionales los casos en que el crimen es denunciado y el criminal es encontrado, detenido y condenado por su crimen (de las causas penales que se inician, sólo un 5% llega a tener una sentencia).
La persona que es detenida, en todo caso, puede quedar encerrada, tal vez por años, sin juicio previo (el 60% de los detenidos en la Argentina lo está sin condena previa).
En la cárcel, separamos al presunto criminal de todos sus afectos mientras lo vinculamos con algunos de los peores delincuentes que hemos encontrado y lo dejamos bajo control de personal poco entrenado y violento (casi el 70% de los reclusos admite haber cometido un delito con anterioridad; casi todos ellos denuncian vivir el encierro en condiciones de inseguridad extrema). Luego, dejamos a los presos hacinados, en cárceles cada vez más marcadas por la tortura y la muerte (los hechos de violencia grave dentro de las cárceles pasaron de 197 en 2009 a 606 en 2016, con un pico de 823 casos registrado en 2014; entre 2008 y 2016 se elevó el número de muertes en detención: un promedio de 43 muertes anuales).
El resultado de todo este horror no es otro que el esperable. Aumentamos exponencialmente el número de personas presas (en los últimos años, la población carcelaria casi se duplicó: pasó de 91 personas detenidas cada 100.000 habitantes en 1997 a 161 en 2014); uno de cada dos presos que sale en libertad reincide en el primer año; las tasas de criminalidad no bajan (la cantidad de robos creció un 10 % entre 2008 y 2015); y el crimen violento crece también (pasamos de 1 o 2 homicidios cada 10.000 habitantes hace tres décadas a 6,1 homicidios en la actualidad). Es decir, fallamos en todo, a pesar de la grandilocuencia, las sobreactuaciones y los gritos: tenemos más presos, más penas, mayores niveles de maltrato en prisión, mayores niveles de reincidencia y, como si fuera poco, más crímenes, más violentos.
No se trata, entonces, de autoflagelarse diciendo simplemente que lo hacemos todo mal: lo preocupante es que, sabiéndolo, sigamos haciendo lo mismo. Al periodismo amarillo le resulta comercialmente atractivo soltar el grito de alarma, entrevistar al dolor, llorar con la víctima y pedir más penas. ¿Le interesa pensar por un instante que el camino por donde avanza contribuye a reproducir y agravar los crímenes que denuncia? Por supuesto que no: su juego es otro. La política advierte también que el discurso sobre el crimen resulta altamente productivo. En su década, el kirchnerismo desarrolló una retórica "tumbera" (jerga que circula en las cárceles) mientras aprobaba las "reformas Blumberg" de mano dura, aumentaba extraordinariamente los índices de encerrados y permitía que crecieran los niveles de tortura sobre los condenados. El macrismo refuerza las malas cifras, pero con una retórica conservadora, como si el crimen se explicara en elecciones individuales, desligadas de las condiciones de grave injusticia social que el Estado genera y refuerza.
La Justicia, mientras tanto, ofrece su espectáculo dantesco. Los jueces "progresistas" socavan, en lugar de honrar, las "garantías" que proclaman cuando irresponsablemente liberan a quien ha cometido un agravio, en lugar de tomarse en serio lo sucedido (también al criminal) y ayudar a reparar el daño cometido y a recuperar la dignidad de la víctima. Frente a ellos, otros jueces ejercen la demagogia alterna, que consiste en instrumentalizar, según las demandas del tiempo, tanto a víctimas como a victimarios: lo único que les interesa es preservar los propios privilegios (valgan como ejemplo los modos en que se administra en estos días la prisión preventiva).
Una parte importante de la ciudadanía indignada también queda sujeta a reproches semejantes: sabe que la mayoría de los presos (comunes y de los otros) pasan años de encierro sin haber sido jamás condenados, pero no dice nada; sabe que en las cárceles se vive en condiciones infrahumanas, pero no dice nada;
sabe que en las cárceles se tortura y mata, pero no dice nada. En definitiva, son muchos los que deben asumir su responsabilidad en este proceso de construcción colectiva de la violencia social y el delito.
La buena noticia es que se conocen ya buenos sistemas de respuesta estatal frente al delito que no se basan en la venganza pública (en los Países Bajos o en los escandinavos, esas respuestas funcionan bien por lo que implican y no porque se trate de países ricos). Conocemos también prácticas "restaurativas", como las que se desarrollan en Australia o Nueva Zelanda, con resultados altamente satisfactorios. Conocemos que -aun en nuestro propio país- comenzaron a implementarse experiencias piloto de tipo restaurativo, con buenos resultados.
Es decir: no estamos condenados a repetir los errores de siempre, aunque a algunos de los actores involucrados -especialmente a políticos y jueces oportunistas- les resulte altamente redituable reproducirlos.