"Hablando de los votantes de Donald Trump -retoma el comediante, quien ya ensayó media docena de observaciones similares-, ¿saben cómo le dicen en un parque de casas rodantes de Texas a una chica blanca de trece años que corre más rápido que su padre, sus tíos y sus nueve hermanos mayores? ¡Virgen!"
El hombre percibe la falta de respuesta, se ríe como disculpándose, se explica: "Bien, bien, sólo soy un tipo blanco haciendo chistes sobre tipos blancos". En verdad, sus comentarios son el resultado de múltiples procesos estructurales y discursivos de descivilización y demonización de la pobreza, de creación y mantenimiento de identidades raciales estigmatizadas y subordinadas.
Existe un montón de formas de entender "la blancura" en Estados Unidos, diversas maneras en que las personas se representan a sí mismas y a las demás como blancas, en que establecen jerarquías y posiciones de dominación dentro de la misma categoría racial. La elección de Trump como presidente no hizo más que sacarlas a flote como pilar de filiación y de alteridad, de privilegios ganados o reclamados, y a la vez, como problema conceptual a ser analizado, discutido, impugnado.
Las elecciones presidenciales de 2016, señaló la historiadora Nell Irvin Painter, profesora emérita de Princeton y autora de libros como The History of White People, constituyeron una inflexión en el derrotero de la identidad blanca porque la obligaron a pensarse como identidad racial: "Gracias al éxito de ?Make America Great Again' como un retorno a los tiempos en que las personas blancas gobernaban, y gracias al amplio análisis de las preferencias de los votantes en términos raciales, la identidad blanca quedó marcada como identidad racial. Al ser individuos que expresan preferencias individuales en la vida y en la política, la era Trump estampa a los estadounidenses blancos con una raza: la raza blanca".
Por raro que suene, lo blanco había sido hasta entonces el espacio no racializado del entramado social y político, un grado cero, una suerte de normatividad neutral y dominante. Excepto para los extremistas con una esvástica tatuada en la frente y una bazuca en la mesita del living, los blancos se definieron por su invisibilidad racial: la naturalidad con la que aceptaban su posición hegemónica, la falta de reflexión sobre la contingencia de su propia tipificación racial. Los estudios de la blancura (whiteness studies), un campo académico de investigación multidisciplinaria que tuvo su pico de creatividad en la década de 1990 para pronto caer en la redundancia, propusieron desarmar la noción de "raza blanca" para hacer visible ante los mismos blancos los privilegios que conlleva, los mecanismos de poder que autoriza y los principios de separación, desigualdad e inequidad que institucionaliza. Trump, a fuerza de bravuconeadas, colocó todo eso en primera plana.
La raza blanca estadounidense no es monolítica ni homogénea; no es un paquete de significación compacto y sin fisuras. Por el contrario, es un terreno de disputas y contiendas, una categoría resbaladiza en la que los participantes pueden ser asimilados, expulsados y desdeñados.
A mediados del siglo XIX, por ejemplo, los anglosajones protestantes, ya instalados en el país, se resistían a las oleadas migratorias de celtas católicos; los tildaban de borrachos, sucios y vagos. Cuando comenzaron a desembarcar migrantes del sur y del este de Europa, los irlandeses escalaron posiciones; ahora los blancos indeseables eran italianos, griegos, polacos, judíos. Antes de la Primera Guerra Mundial, ser blanco sajón estaba bien visto debido a las raíces alemanas; al final de la Segunda Guerra, estaba mal visto por las mismas razones.