La tendencia solipsista de la limosna medieval dejaba, por decirlo así, intacto interiormente al pobre, a quien socorría exteriormente; constituía el completo olvido del principo según el cual no debe tratarse al hombre nunca como medio exclusivamente, sino siempre como fin. En principio, el que recibe la limosna da también algo; de él parte una acción sobre el donante, y esto es, justamente, lo que convierte la donación en una reciprocidad, en un proceso sociológico. Pero si — como en el caso antes citado — el que recibe la limosna queda por completo eliminado del proceso teleológico del donante, si el pobre no desempeña otro papel que el de un cepillo en que se echan limosnas para misas, córtase la acción recíproca, y la donación deja de ser un hecho social para trocarse en un hecho puramente individual.
DIGRESIÓN SOBRE LA NEGATIVIDAD DE CIERTAS CONDUCTAS COLECTIVAS
Aunque a primera vista parezca paradójico, son necesarias muchas menos normas para mantener unido un círculo grande que uno pequeño. Cuanto más general sea una norma y cuanto más extenso sea el círculo de su vigencia, tanto menos característico y significativo será para el individuo el seguirla; en cambio su violación suele ser de consecuencias particilarmente importantes y destacadas.
El saludo en la calle no prueba que se tenga estimación por el saludado; pero la omisión del saludo prueba claramente lo contrario. Estas formas no sirven en modo alguno como símbolos de una actitud positiva interna; pero manifiestan adecuadamente la actitud negativa, por cuanto una leve omisión puede determinar radical y definitivamente la relación con un hombre; y ambas cosas, en la medida en que las formas de cortesía tienen la esencia general y convencional propia de los círculos relativamente grandes.
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El hecho de que la prestación de la comunidad en favor del pobre se limite a un mínimum, es absolutamente conforme a la naturaleza típica de las acciones colectivas. La sociedad no sólo ampara ampara al eventualmente perjudicado, sino también al delincuente contra el exceso de reacción subjetiva; es decir, la sociedad fija como medida objetiva de la pena la que corresponde al inerés social y no a los deseos o fines del perjudicado. Y esto no sólo ocurre en relaciones fijadas legalmente. Toda capa social que no esté demasiado baja, cuida de que sus miembros se dediquen un mínimum a su indumentaria; fija un límite de traje “decente”; y el que queda por debajo de ese límite no pertenece ya a dicha clase social. Pero también fija un límite por el otro extremo.
Pero estas características no parecen ser aplicables a los pobres en general, sino sólo a una parte de ellos, a aquellos que reciben un socorro. Ahora bien, existen bastantes pobres que no son socorridos. Esto último nos lleva a fijarnos en el carácter relativo del concepto de pobreza. Es pobre aquel cuyos recursos no alcanzan a satisfacer sus fines. Este concepto, puramente individualista, queda reducido en la aplicación práctica, puesto que determinados fines pueden considerarse como independientes de toda fijación arbitraria y personal. En primer lugar, los fines que la naturaleza impone: alimento, vestido, vivienda. Pero no puede determinarse con seguridad la medida de estas necesidades, una medida que rija en todas las circunstancias y en todas partes, y fuera de la cual, por consiguiente, exista la pobreza en un sentido absoluto. Cada ambiente general, cada clase social, posee necesidades típicas: la imposibilidad de satisfacerlas significa pobreza. De aquí procede el hecho vulgar en todas las civilizaciones progresivas de que hay personas que son pobre dentro de su clase y no lo serían dentro de otra inferior, porque le bastarían los medios de que disponen para satisfacer los fines típicos de estas últimas. Sin duda, puede ocurrir que el hombre absolutamente pobre no sufra de la discrepancia entre sus recursos y las necesidades de su clase, de modo que no exista para él pobreza en sentido psicológico; como también puede suceder que el más rico se proponga fines superiores a los empeños propios de su clase y a la cuantía de sus recursos, de manera que se sienta psicológicamente pobre. La relatividad de la pobreza no significa la relacion de los recursos individuales con los fines individuales efectivos — esto es algo absoluto y, en su sentido interior, independiente de cuanto está más allá del individuo —, sino con los fines del individuo según su clase, con su a priori social, que varía de clase a clase. Por lo demás, es un dato muy característico, para la historia social, la cantidad de necesidades que cada grupo considera como el cero, por decirlo así, y sobre las cuales, o bajo las cuales, comienzan la riqueza o la pobreza.
El hecho de que la pobreza se ofrezca dentro de todas las capas sociales, que han creado una media típica de necesidades para cada individuo, tiene que ser consecuencia que muchas veces la pobreza no es socorrida. Sin embargo, el principio del socorro se extiende más de lo que muestran sus manifestaciones, por decirlo así, oficiales. Cuando, por ejemplo, dentro de una numerosa familia los miembros más pobres y más ricos se hacen regalos mutuamente, éstos últimos aprovechan una buena ocasión de dar a aquéllos un valor que exceda al valor de lo por ellos recibido; y no sólo esto, sino que también la calidad de los regalos revela este carácter de socorro: a los más pobres se les regalan objetos útiles, esto es, objetos que les ayuden a mantenerse dentro del tipo medio de su clase. Por eso los regalos son en este sentido completamente distintos según las clases sociales. La sociología del regalo coincide, en parte, con la de la pobreza. En el regalo se desenvuelve una profusa escala de relaciones mutuas entre los hombres, tanto por lo que afecta a su contenido, como a la clase de donación y al ánimo con que se realiza, y no menos por lo que toca al modo de la recepción. Donación, robo y trueque son las formas externas de acción y reacción recíproca, que se relacionan inmediatamente con la posesión. Cada una de ellas recoge una incontable riqueza de notas espirituales, que determinan el acontecimiento sociológico. // De estas tres formas, la donación es la que ofrece mayor riqueza de constelaciones sociológicas, porque en ella la intención y situación del donante y del que recibe se combinan del modo más variable con todos sus matices individuales.
El regalo es casi siempre posible, cuando media una gran distancia social o cuando existe una gran intimidad personal; pero suele hacerse más difícil, a medida que disminuye la distancia social y aumenta la personal.
El pobre, como categoría sociológica, no es el que sufre determinadas deficiencias y privaciones, sino el que recibe socorros o debiera recibirlos, según las normas sociales. Por consiguiente, en este sentido, la pobreza no puede definirse en sí misma como un estado cuantitativo, sino sólo según la reacción social que se produce ante determinada situación. // Esto puede considerarse como una especie de continuación del idealismo moderno, que ya no trata de determinar las cosas por la esencia que tengan en sí, sino por las reacciones que producen en el sujeto.
La clase de los pobres, particularmente en la sociedad moderna, constituye una síntesis sociológica muy peculiar. Posee una gran homogeneidad, por lo que toca a su significación y localización en el cuerpo social; pero carece de ella completamente en cuanto a la cualificación individual de sus elementos. Es el punto final común de los destinos más diversos, océano en que desembocan vidas que proceden de las más diversas capas sociales. No ocurre ninguna modificación, evolución, elevación o rebajamiento de la vida social, sin depositar en la clase de los pobres algún residuo. Lo más terrible en esta pobreza — a diferencia del mero hecho de ser pobre, que cual resuelve a su manera y que no significa más que un colorido especial dentro de la posición individual — es el hecho de haber hombres cuya posición social es ser pobres, pobres nada más. Esto se ve con particular claridad cuando reina un régimen expansivo y arbitrario de limosnas, como en la Edad Media Cristiana o bajo los dominios del Corán. Pero precisamente porque entonces el hecho aparecía casi como oficial e irremediable, no tenía la amargura ni la contradicción con que la tendencia evolutiva y activa de la época moderna trata a una clase, cuya unidad se funda en un elemento puramente pasivo: en que la sociedad adopta frente a ella una determinada actitud y observa una determinada conducta.