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EL MITO DE LA GENTE

Rodolfo Kusch. [Obras completas | Tomo I pp. 359-366]

De la mala vida porteña [1966]

Pero aunque uno esté solo y esperando, siempre hay alguien más en la gran ciudad. Cuando caminamos por la calle y nos chocan decimos: "Cómo anda la gente o "La gente no sabe caminar". Cuando un familiar hace algo indebido, decimos: "¿Qué dirá la gente?". Queremos participar de una fe colectiva y expresamos: "La gente cree". Cuando nos vemos apremiados a usar alguna prenda que nos desagrada, sancionamos: "La gente usa". Evidententemente la gente hace cosas, las usa, aconseja y se mete además en lo que no le importa.

Pero conviene ajustar su sentido. El término gente es usado más bien por las mujeres. Ellas siempre personalizan. Nosotros los hombres, en cambio, parecería que no creemos en la gente, porque siempre decimos "qué m'importa la gente", especialmente cuando discutimos con la novia, quizá porque nos gusta contrariar a la mujer y hacerle creer que somos más libres y menos prejuiciosos que ella.

Sin embargo usamos un equivalente de gente y es se. Decimos se hace, se dice, se cree. Se diría que la mujer cree en un tipo de gente que nosotros despersonalizamos, y lo sustituímos por un simple se, que hace las mismas cosas, al fin y al cabo, que la gente.

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Pero en ambos casos hablamos como si la ciudad estuviera habitada por dos entidades, por una parte mi yo y por la otra, la gente. Mejor dicho, yo y, los otros. ¿Y quiénes son los otros? Pues los que hacen la ciudad, porque son los que crean las fábricas, los empleos, las ocupaciones, nos dan de comer, nos imponen funciones, nos coaccionan y nos vigilan y es inútil que digamos qué m'importa la gente.

Pero vamos al café y ahí ni siquiera decimos gente. Ahí decimos se vamos. ¿Y qué significa eso? Ponemos el verbo en primera persona, vamos, pero empujados por un sujeto neutro y abstracto, el se, que es lo mismo que la gente y que encarna a los otros. Por eso, cuando decimos se vamos, ¿no estamos diciendo en el fondo que vamos, pero porque nos obligan los otros, ese se que agregamos a la expresión? Y decimos también qué m'importa. ¿Por qué? Pues porque es el se, la gente o los otros los que nos obligan a importar algo. Nosotros en cambio nos sustraemos a esa obligación porque despreciamos a ese se.

¿Y qué contiene ese se? Pues una manga, una camándula, una mersa. Decimos manga con esa referencia a un conjunto de seres vivientes que saltan como langostas alrededor nuestro, o camándula como gente astuta que nos quiere envolver con una fe de la cual disentimos abiertamente, o mersa como simple cúmulo de personas a quienes suprimimos con el desprecio no dándoles corte; o cría, como si la gente consistiera en polluelos mal engendrados que carecen de esa tremenda madurez que nos atribuímos a nosotros mismos cuando nos tratamos de viejito que se las sabe todas. A todos ellos no les damos corte en esa tela de vida, de la cual cada uno de nosotros somos dueños, y que nos damos el lujo de negar a terceros para sumirlos mágicamente.

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¿Qué pasa en todo esto? Pues que nos estamos escamoteando constantemente al se o gente, que nos obliga a hacer cosas que no nos gusta, y buscamos en el café una libertad que no teníamos. Durante el día acatamos las obligaciones de los otros, la gente, y a la noche nos rebelamos contra ellos y los pulverizamos, convirtiéndolos en mersa, cría, camándula o manga. Invertimos así el ritmo de nuestra vida y cortamos con un qué m'importa la vinculación con los otros para imponer nuestra propia legitimidad. ¿Y para qué? Pues para defender las cosas sagradas pa'mi, esas que recontamos a la noche, las gustamos o las vivimos pero siempre pa'mí y no pa'los otros. En cierto modo asumimos nuestro reino, porque la ciudad la hacen los otros durante el día, y a la noche la hago pa'mi. Por eso atrapo mi mesa en el café, mis amistades, o mis ocupaciones preferidas y ahí hago, como decimos lo que me da la gana.

Ahí, en cierto modo fundo mi propia ciudad, la ciudad pa'mí, esa que se concreta en mi casa, desde la puerta cancel hasta la pared medianera, por donde me mira el vecino, con ese ojo que es en el fondo un ojo avisor, como si fuera una avanzada de la gente que atisba todos mis pasos. Pero ahí paramos el carro como si la gente viniese en un vehículo fatídico a perturbar y destruir las cosas sagradas pa'mí. ¿Y cómo no vamos a ver entonces a la gente como langostas, o embaucadores o pollos inexpertos? Es el mundo que nos creamos para vivir, y cualquiera que arremeta será mal recibido. Si desde ahí decimos yo y no pa'mí será como si nos pusiéramos una máscara muy fea a fin de ahuyentar los demonios seguramente.

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Pero a todo esto cabe preguntar: ¿Existe la gente? Sería absurdo pensar que no existen los ocho millones de habitantes que pueblan esta zona. Sin embargo, cada uno de nosotros piensa que los ocho millones restantes constituyen la gente, una simple palabra contra la cual adopta una serie de actitudes, ya sea en contra, o ya sea a favor.

En ese sentido la gente no es más que un fantasma que flota en torno nuestro y que nos asedia, o nos ayuda, o de la cual prescindimos cuando nada nos importa. Se diría que hemos empleado una cierta estrategia militar y hemos encerrado a los ocho millones en un bolsón, único efecto de ver cómo son, y poder tomar, frente a ellos, una actitud definida. En suma, hemos reducido el enemigo a un simple vocablo para torturarlo mejor. Casi como los diablos del viejo Miseria que fueron encerrados por éste en una tabaquera y cada tanto recibían su buena tunda de martillazos.

Y lo hacemos así sólo para delimitar cuidadosamente lo que es sagrado pa'mí de lo que es profano, y que es pa'los otros, pa'la gente. Dividimos al mundo en dos partes y, de un lado del foso, es pa'mí y, del otro lado, es pa'los otros. De un lado es la pura vida, y, del otro, la pura piedra o ese mecanismo barato que le atribuímos a la gente que siempre hace, compra, opina, usa, obliga, sin que uno sepa nunca pa'qué. Y ahí andamos saltando el foso y haciendo nuestras correrías entre los otros para atrapar las cosas sagradas pa'mí y nos traemos a casa el sueldo, algún regalo o una novia.

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Pero es curioso que si allá los otros o la gente usa algo, nosotros no lo usamos: si allá se cree, nosotros no creemos, y si allá se afirma algo, nosotros lo negamos. ¿No es esto crear un juego que consiste en invertir las cosas, a fin de que podamos asumir la libertad de pensar que lo nuestro es siempre sagrado pa'mí y afuera todo es profano?

¿Y por qué lo hacemos? Pues simplemente porque ¿qué sería de la divinidad, sino hubiera diablo, qué seria del pintor si no hubiera materia y qué sería del bien si no hubiera mal? Sólo dividiendo así conseguimos cumplir con nuestra épica menor; la de estar en el fondo de la calle, siempre jugando entre las cosas pa'mi y las cosas pa'los otros, para sentir que nuestra vida corre de un lado al otro y tener siempre un sentido que la acompaña. Si yo no creo en lo que la gente cree, al fin y al cabo, me justifico mi vida. Y si yo creo en algo que no cree la gente, ocurre lo mismo.

Y es tan importante tener un sentido en todo lo que hacemos, pero tenerlo en las menores cosas de la vida, durante todo el día, no sólo en la forma de saludar a alguien, sino también en el trabajo, o en la simple manera como compramos un utensilio o como tomamos un vehículo. Si todo eso no tuviera sentido, no dudaríamos un minuto.

Por eso partimos el mundo entre lo que es pa'mí y lo que es pa'los otros, con la misma fuerza como si fuéramos uno de esos dioses de la antigüedad que se desdoblaban en dos héroes opuestos y éstos ordenaban el mundo. Así lo ordenamos, ya que nadie nos ha ordenado nada a nosotros. Con esta gente que nos hemos inventado vamos poblando el mundo con nuestro orden, diciendo simplemente sí o no a lo que la gente piensa.

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Claro que esto cansa. Tener siempre un fantasma alrededor que nos indica lo que debemos hacer, y ante quien siempre tomamos posiciones, nos lleva a sentirnos muy solos. Cuántas veces recurrimos entonces a un amigo sólo por charlar y suspender en parte esta tensión de estar dividido uno mismo entre un pa'mí y la gente.

Pero debe ser un mal del siglo XX. Porque si en la antigüedad la divinidad se desdoblaba en dos héroes y éstos creaban el mundo, el creyente podía volver a superar esa división original del mundo, volviendo a contemplar la unidad en el mismo dios que lo había creado.

¿Y qué unidad puede brindarnos nuestra gran ciudad, para superar esta división entre uno y los otros? He aquí el problema. ¿Cómo hacer para aceptar a la gente sin perderse uno mismo? Nuestro país se ha hecho entre extremos opuestos, y siempre hay alguna gente que pide algo que no podemos hacer. Siempre terminamos reforzando nuestro lugarcito sagrado, levantando bien la medianera para que el vecino no atisbe las pocas cosas que tenemos.

Porque la cuestién tampoco está en simular ser dioses. Es tan fácil simular. Se puede ser profesional, docente, capataz, o tener un negocio y con los centavitos sonsacados al cliente amasar un pequeño capital. También se puede ser coleccionista, estudioso, jugador de fútbol, grosero, educado, culto y todo esto como una forma de salir de uno mismo y hacer las cosas como la gente, o, mejor, para la gente. ¿Y eso es todo? Algo falta en todo esto, porque es como si jugáramos a ser dioses, con un simple puente que nos saca de adentro para llevarnos hacia los otros. Esto es práctico, ¿pero logramos así la felicidad?

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Ante todo, ¿Por qué seguimos igual buscando cosas sagradas pa'mí, rateándolas entre la gente? ¿Acaso esas cosas sagradas son sólo para tenerlas? ¿No sera también para amarlas? ¿Qué tremenda falta de afecto nos habrá llevado a dividir el mundo entre lo que es pa'mí y lo que es pa'los otros? ¿Acaso no decimos pa'mí, como si tendiéramos un cordón sanitario para no contaminarnos con los vientos helados que soplan del otro lado? Si decimos cría, mersa, camándula, o lo que fuera, será porque denunciamos ese mecanismo gratuito de una ciudad gobernada por gente que todo lo hace, pero que nada tiene que ver con esta sed de afecto que encierra nuestro pa'mí. Por eso la gente sirve para que uno se encierre más en sí mismo, como para guardar su afecto, y prevenirlo, simplemente porque es demasiado fácil lo que la gente hace y demasiado frío.

También para Gardel fue fácil. Pero él hizo al revés de como quiere la gente, porque cantó de adentro para afuera, con todo el afecto, y no anduvo juntando el canto afuera para cantarlo sin compromiso como una máscara. Y cómo nos gustaría a nosotros hacer lo mismo: trabajar desde adentro, estudiar, escribir, conversar siempre desde adentro, con ese margen de amor que nos sobra en el pa'mí, para no ver ni gente siquiera, sino todos, a los ocho millones, como sagrados pa'mí. Pero no hay caso, siempre viene la gente y lo estropea todo. Por eso nos resignamos y decimos en el fondo no conviene meterse con la gente. Y ¿eso es verdad? Y si lo fuera, y si realmente queremos andar bien con todos, ¿por qué decimos me salió el indio? Veamos.