ramoneando

Elias Canetti

Masa y Poder

[Las entrañas del poder]

Asir e incorporar

La relación de cada hombre con sus propios excrementos pertenece a la esfera del poder. Nada ha pertenecido tanto a un hombre como aquello que se ha convertido en excrementos. [...] Algo ajeno es agarrado, desmenuzado, incorporado, asimilado e integrado desde dentro, tan sólo por este proceso se vive. Basta que cese para que se esté muy pronto en las últimas; esto es cosa sabida.

[El Superviviente]

Acerca del sentimiento de cementerio

Los cementerios ejercen una fuerte atracción; se les visita, aunque no se tenga parientes sepultados en ellos. Se llega a ciudades extranjeras y se peregrina a los cementerios, reservándoles el tiempo necesario como si existieran para ser visitados. Y aun en el extranjero, lo que atrae no es siempre la tumba de un hombre venerado. Pero aunque en un principio lo fuera, siempre resulta algo más de la visita. Se cae en un estado de ánimo muy especial. La costumbre piadosa quiere que uno se engañe acerca de este estado de ánimo; porque la contrición que uno siente y que uno más muestra, encubre en realidad una secreta satisfacción.

¿Qué es lo que de veras hace el visitante cuando se encuentra en un cementerio? ¿Cómo se mueve y con qué se ocupa? Camina, yendo y viniendo por entre las tumbas, mira esta o aquella lápida, lee los nombres y se siente atraído por muchos de ellos. En seguida comienza a interesarse por lo que dice bajo los nombres. Allí hay una pareja que vivió por largo tiempo junta y ahora, como corresponde, reposa lado a lado. Allá, un niño que murió muy pequeño. Allí yace una muchacha que apenas alcanzó sus dieciocho años. Cada vez más son los decursos de tiempo los que cautivan al visitante. Cada vez más se desprenden de sus conmovedoras particularidades y se convierten en meros decursos de tiempo.

Uno murió a los treinta y dos años de edad y otro, enfrente, a los cuarenta y cinco. El visitante ya es mayor que ellos, y aquellos están, por así decir, fuera de la carrera. Muchos no llegaron tan lejos como él, y si no han muerto especialmente jóvenes, su destino no despierta ninguna lástima. Pero también hay muchos que lo superan. Allí algunos han llegado a los setenta, y en otro lugar también hay uno que llegó a más de ochenta años de edad. A éstos aún puede alcanzarlos. Lo incitan a emularlos. Aún todo le es posible. Lo indeterminado de la vida que tiene por delante es una gran ventaja sobre ellos, y con algún esfuerzo hasta podría sobrepasarlos. En el medirse con ellos tiene grandes esperanzas, pues desde ahora les lleva una ventaja: la meta de ellos ya está alcanzada, ya no viven. Con cualquiera que compita, toda la fuerza está de su lado. Pues allá no hay fuerza, sólo está indicada la meta alcanzada. Los más aventajados han sucumbido. Ya no pueden mirarnos en los ojos de hombre a hombre, y nos insuflan fuerza para llegar a ser más que ellos para siempre. El de ochenta y nueve años que allí yace, es como un estímulo supremo. ¿Qué le impide a uno llegar a los noventa?

Pero éste no es el único cálculo en el que uno cae entre tal plétora de tumbas. Uno comienza a fijarse en el tiempo transcurrido desde que yacen aquí algunos de ellos. El tiempo que nos separa de su muerte tiene algo de tranquilizador: quiere decir que el hombre está en el mundo desde mucho antes. Los cementerios con lápidas bien antiguas, que datan hasta del siglo XVIII o incluso del XVII, tienen algo de enaltecedor. Uno se detiene pacientemente ante las borrosas inscripciones y no se mueve hasta descifrarlas. La cronología, que de otro modo sirve tan sólo para fines prácticos, de pronto adquiere vida intensa y plena de sentido. Todos los siglos de los que conocemos la existencia son nuestros. El que yace bajo tierra, no sospecha el interés del que contempla el palmo de su vida. La cronología, para él, termina con la cifra del año de su muerte; para el observador, sin embargo, continúa hasta él. ¡Cuánto daría el muerto por estar aún al lado del observador! Hace doscientos años que murió: uno ha cumplido, por decir así, doscientos años más que él. Gracias a tradiciones de todo tipo, gran parte del tiempo que desde entonces transcurrió le es a uno muy conocido. Ha leído acerca de él, ha oído contar de él, y algo también lo ha vivido uno mismo. Es difícil no sentir una superioridad en esta situación; aun el hombre ingenuo la siente.

Siente aun más, sin embargo, pasearse solo por el cementerio. A sus pies yacen muchos desconocidos, todos densamente apiñados. Su número es indeterminado, aunque ciertamente es elevado, y cada vez son más. No pueden separarse unos de otros: permanecen como en un montón. Sólo quien está vivo viene y va, según su capricho. Sólo él está erguido entre los yacentes.