ramoneando

crisis #22

políticas de la narración / clics post posmodernos / buscando a lukacs

Para leer entre capítulos, o a final de temporada

Por: Hernán Vanoli

25 de Abril de 2016

En los últimos meses, cuatro libros de tono bien diferente han empezado a circular por las librerías argentinas. Teleshakespeare. Las series en serio, de Jorge Carrión, publicado por la editorial española Errata Naturae (hay una edición argentina de Interzona); Hombres fuera de serie, del periodista norteamericano Brett Martin, publicada por Ariel; Seriemania, del argentino Pablo Manzotti, (Reservoir Books), y por otro lado una colección de libros de ensayos específicos sobre algunos grandes hitsThe Wire, Breaking Bad, True Detective y Walking Dead, entre otros– que también publicó Errata Naturae, se inscriben dentro de un género que quiere pensar a las series y no solo funcionar como chantaje emotivo para fans.

Las series retomarían gran parte de la herencia del canon literario occidental, y llevarían hacia protocolos de consumo audiovisual la lógica de las grandes novelas forjadas al calor del desarrollo de la modernidad –se menciona a Balzac, a Stendhal; también a Dickens–, a través de formas de consumo deudoras del folletín. Para cerrar, según esta doxa compartida, las teleseries poseerían grados de desarrollo y profundidad inusitados, a través de tramas complejas que coronan un retorno de la ficción al centro de la imaginación pública.

tetas, boxeo, palabrotas

Hombres fuera de serie es el libro que presta más atención al proceso de producción de las grandes series contemporáneas. Norteamericano, Brett Martin es un periodista que colaboró en revistas como Esquire, GQ, New Yorker y Vanity Fair; también hizo un libro sobre Los Sopranos. Para explicar el florecimiento de las series de alta calidad, su trabajo en principio hace foco en el desarrollo de HBO (Home Box Office), el gran canal de las series, la compañía que empezó intentando vender lo que la gente podía de todos modos tener en forma gratuita –programación televisiva–, le sumó contenidos que no podían verse con tanta facilidad –sexo en su versión picaresca o softporn, boxeo y deportes prepagos, crudeza en el lenguaje– y luego, al darse cuenta de su dependencia de unos estudios de Hollywood que cada vez exigían más e incluso amagaban con establecer sus propias cadenas de TV paga, comenzó con producciones propias.

tony soprano y la teoría de las cuerdas

Todo esto se marchita cuando la cuestión para desarrollar son las experiencias de consumo. En las antípodas del “que se joda el espectador medio” de David Simon –creador de The Wire y autor de un precioso ensayo en el libro de Errata Naturae sobre la serie–, Carrión, empapado de las teorías de la estética relacional, va a deslizar un rosario de impresiones condescendientes que valoran a un supuesto “espectador crítico y creador” cuya gracia se despliega en foros y redes sociales. Así, llegará a afirmar que incluso puede haber una trascendencia en base al zapping. Para Carrión, las series expresan una “nueva sentimentalidad” en la cual no se ahonda, porque, en última instancia son representantes de “un cosmopolitismo pop y un nomadismo estético” de una clase media planetaria capaz al mismo tiempo de disfrutar el costado trash de la cultura popular y el virtuosismo del alto modernismo.

yendo de la cama al streaming

El proceso productivo de las series sería imposible sin una alta colaboración entre el showrunner –guionista principal, creador y responsable de la serie, jefe de directores, productores y guionistas, su equipo de guionistas –benditos con la eterna condena de tener que imitar, sin traicionar su propia voz, a la voz del showrunner– y los actores y productores. // Pero como la libertad absoluta se parece demasiado a una cárcel, existen también reglas. Las “Biblias” que necesita cada serie, una especie de decálogo para aquellos que urden las narraciones, poseen un corazón común que muchas veces atraviesa a las temáticas y a las estéticas, a los géneros y a las propuestas. Se trata de un núcleo donde debe existir un personaje principal complejo y ambivalente, con un monstruo interior, miserias que luchen contra sus instintos más nobles. En el plano político, las series deben desconfiar de las instituciones, de cualquier tipo que sean. La serie estará obligada a construir el anverso del sueño americano, la pérdida que implica toda vocación de poder, utilizará a la familia como metonimia de una sociedad enferma. Un lamento perverso por la imposibilidad de realización del sueño americano; desde luego, nada que el siglo XX no haya hecho. ¿Cómo hacer para que este combo no se vuelva previsible?

Ante estos límites, a las series no les ha llegado todavía su Georgy Lukacs, gran crítico marxista del realismo decimonónico, sino más bien un coro de comentadores levemente inocuos, en gran parte de los casos, agradecidos y fascinados. Quizás se trate de un primer paso. Esto no significa que no existan textos valiosos, como el publicado por Margaret Talbot en el libro sobre The Wire, y también pueden leerse proyectos culturales a partir de los modos en que se organizan las lecturas. Mientras, la ambición para las series contemporáneas parece ser en general la misma que albergó la novela moderna en sus versiones menos autistas, esto es, una interferencia en las condiciones de la imaginación pública que genere al mismo tiempo alteraciones en la percepción y resulte incómoda para el poder. El destino de las series puede llegar al tipo de lector que se construye poco a poco y en tensión con las propuestas de la gran industria.

Hace un tiempo, el escritor español Vicente Luis Mora redactó una poderosa entrada en su blog donde en primer lugar reconstruía la convergencia histórica entre medios de reproducción y negocio que dieron lugar al surgimiento de las series y su instalación en tanto “arte”, y en segundo lugar diferenciaba la misión artística de la literatura con respecto a la misión opiácea de las series, identificadas con el “storytelling” antes que con la complejidad, con lo colectivo mercantilizado antes que con la libertad y el genio individual. El problema de este tipo de argumentos es que, al subordinar lo literario a cierta “calidad” dada por su “nivel artístico”, termina fetichizando a la literatura en un lugar de inmovilismo con efectos dilatados, mientras que equipara a casi todas las series más allá de su factura. Lo cierto es que, una vez más, las herramientas de la crítica literaria terminan absorbiendo a un corpus interpretativo que las series parecen no necesitar, y que si se produce no posee una especificidad lo suficientemente potente. Mora destaca también la pasividad del fandom propio de las series, y sobre este argumento vale la pena extenderse.

Sucede que en una visión negativa, el nuevo fandom propio de las series viene a sostener el consenso de una nueva derecha cínica que, incapaz de sostener su pragmatismo en el mundo real por cuestiones de corrección política, lo proyecta hacia un mundo de ficción. En su versión optimista, el fan es un sujeto crítico y recreador, exigente y capaz de desarrollar una subjetividad por fuera del discurso de los poderosos y sus instituciones. Dice Carrión: “a la convergencia y la cooperación hay que sumarles la ambición extrema, la búsqueda constante del otro y la tensión que solo garantiza la utopía”. Su corolario sería una red de comunidades polimórficas en permanente mutación donde esos laboratorios de experimentación sobre la variabilidad de lo humano que son las series tornearían el alma colectiva preparándola, quizás, para la emancipación. Mientras tanto, lo que encontramos son largos senderos desde la cama al streaming junto con la vigencia de ciertas preguntas que se hacía el formalismo ruso: ¿Cuándo se agota un género? ¿Puede la ambivalencia hastiar al espectador? ¿Son las teleseries, definitivamente, el ocaso de aquella antigua idea sobre una vanguardia capaz de iluminar? ¿Tiene la literatura algo que aportar o debe permanecer como un producto subsidiario?